Majestuosa, como una diosa de ébano, la puerta de palacio daba paso a un edén de ambrosía y otros néctares, pero las rudas palabras del centinela frenaron mi zancada.
-Poeta, le esperaba impaciente, usted no es de faltar a sus citas.
Contesté animosamente al guardia, ante su interrupción:
-Aunque la noche se vista con bruma, las estrellas siguen estando en el mismo sitio que las miré ayer.
Una mueca de victoria se estableció en la comisura de los labios del centinela. Sacó de su fardel una tablilla, tan fría, que mi cuerpo se congeló a su contacto. Y el centinela sentenció:
-Mañana las estrellas las verás en lugares diferentes a los de costumbre.
Oh Sardanápalo, que magnífico eres: a pesar de haber criticado tu reinado, me perdonas la vida, pero mi vida la mandas donde la muerte mora.
-Exilio, poeta. Tal vez tus pies puedan atravesar de nuevo esta puerta
Y la diosa de ébano se mantiene indolente mientras un par de guardias me arrastran hacia un calabozo.
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