Llegó, con su lengua pegada al paladar. Le preguntaron qué le había pasado, donde había estado, pero solo escucharon su silencio. En ese mismo momento, metió su mano temblorosa en una mochila ajada y llena de arena, de la que sacó papeles desordenados llenos de tachones.
Sus palabras fueron estas.

viernes, 24 de febrero de 2012

Harapos de arena

El cielo sigue siendo azul para el esclavo fustigado por el latigo del guardia. Aunque caiga al suelo abrasador del desierto matutino de bruces, mientras sus lágrimas riegan un oasis a modo de espejismo que ningún peregrino sediento podrá mirar, el cielo no ha tornado su color azul.
¿Qué le importa al ser encadenado conducido a través del desierto que el cielo tenga un nuevo color?
¿Qué me importa a mi, condenado poeta, que los nuevos rimadores compongan gestas festivas para contentar a un pueblo abandonado a la miseria irreductible de la incultura?
Tan solo se quiere recuperar lo arrebatado, lo perdido por nuestra rebeldía injustificada, por nuestra escapista degeneración. Tan sólo quiero recuperar mi lírica pesimista, mis errores métricos y mi musa, sin importarme cual de ellas es la wue de nuevo me es concedida. El esclavo tan sólo quiere seguir viendo el cielo azul, ese mismo cielo azul que reinaba el día de su captura, de las flagelaciones y los golpes certeros en sus costillas por parte de los guardias delante de su hijo. Sí, el sigue viendo ese mismo cielo azul que reinaba el día en el que aún era medianamente libre.
La caravana del yugo continúa su travesía por el desierto, deseando no vestir harapos de arena para siempre, bajo un cielo, que por ahora, sigue siendo azul.

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