Llegó, con su lengua pegada al paladar. Le preguntaron qué le había pasado, donde había estado, pero solo escucharon su silencio. En ese mismo momento, metió su mano temblorosa en una mochila ajada y llena de arena, de la que sacó papeles desordenados llenos de tachones.
Sus palabras fueron estas.

lunes, 18 de julio de 2011

Tarde en la taberna

Encamino con pesada lentitud mis pasos cara la ciudad. El sol brilla en su punto más alto de este cielo despejado, haciendo brotar el sudor en mi frente como método de refrigerio espontáneo. Paso cerca de tumbas sin nombre, de montículos de tierra que antaño fueron hombres, que antaño conspiraron contra Sardanápalo. Es una advertencia: al lado están las jaulas al aire libre construidas para los traidores. Con sus cuerpos quemados, se encojen para evitar que el calor los siga castigando por un pecado que no llegarían a realizar jamás, y los días pasan amartillando nuevos clavos en sus ataudes.

Entonces, en una de las celdas, reconozco a uno: el anterior tesorero, un hombre fuerte, apuesto, al que la avaricia le había obsequiado con un extraño brillo en los ojos, pero hoy, desnutrido y harapiento, tan solo fuí capaz de escudriñar barrotes en su mirada. Continúo cara la taberna en la que se reunen por la tarde las criaturas de la noche de palacio y llego completamente sediento. Le pido al dueño una copa de vino y me siento entre un extranjero y una bella prostituta.
Disfruto la copa como si fuese la última de mi vida, pero la prostituta corta mi placer con sus palabras llenas de halago y sortilegio. Levanto la vista y nos batimos en un duelo de miradas; ella pone la sensualidad y yo la curiosidad, pero apartó con delicadeza mi mano de su cadera. En sus lujuriosos ojos verdes tan solo veo el techo de su habitación en el prostíbulo. Y prefiriría haber visto una botella de vino.
Me fijo en el extranjero, bebiendo vino y con una mochila a la espalda, hablamos y le miro a los ojos: y veo barrotes. Triste este mundo en el que todos son presos de la libertad. Sin embargo, mis ojos también falla, y donde he visto rejas, realmente eran cuerdas del pentacordio; el extranjero es un esclavo de la melodía. Animado por el vino le digo:
- Tañe tu pentacordio, buen hombre.
Y empiezan a sonar acordes melancólicos mientras apuro el trago final. La ebriedad y el ambiente liberan mis tapujos y empieza a sonar mi quejumbrosa voz sobre sus notas.

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